Este libro habla sobre la naturaleza, pero él mismo no es naturaleza. Solo son palabras. Ni siquiera palabras: son meras manchas de tinta. No alcanzamos a entender en virtud de qué encantamiento estas manchas de tinta invocan palabras, palabras que conjuran sensaciones, «sonidos y aromas; colores y formas; el roce de los dedos sobre la corteza de un abedul o la superficie de un canto rodado; el agua fría de un manantial cayendo por la garganta; el sabor de un arándano maduro? sensaciones todas que actúan como un bálsamo». Un bálsamo que nos permite encontrar lo que estaba perdido en la ciudad: nosotros mismos. «En parte me aferro a la belleza de un pájaro, un árbol, una mariposa o una flor para no perder el equilibrio, el apego a la existencia. Afirman los que saben que belleza sin verdad no es belleza. Pues valga la verdad palpable de la vida, tan hermosa, doliente, absurda y fugaz, para amar lo que por un instante conmueve el espíritu.» Leer a Ignacio Galaz Ballesteros nos otorga el privilegio de atisbar la riqueza del mundo natural. Pero la belleza de las palabras de este libro es también un reflejo vela