ECOS DE BARDULIA 1ª PARTE

ECOS DE BARDULIA 1ª PARTE

EL BRAZALETE DORADO

MOYA PALOMERO, JUAN RAMÓN

18,00 €
IVA incluido
No lo tenemos, pero intentaremos consegu
Editorial:
JOSÉ SALVADOR RODRÍGUEZ CON
Año de edición:
2017
ISBN:
978-84-617-9332-7
Páginas:
420
Encuadernación:
Rústica
18,00 €
IVA incluido
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Prólogo



Miércoles, día 21 de julio del año 2004.

Sierra de Atapuerca. Burgos.



El día transcurre sofocante y abrasador, al igual que lo han sido los anteriores. Después de superar la localidad de Ibeas de Juarros, el todoterreno color blanco de la Fundación Atapuerca abandona la carretera nacional y toma la pista de tierra que, en apenas un kilómetro y medio, conduce al corazón de los yacimientos arqueológicos de Atapuerca, Patrimonio de la Humanidad y uno de los conjuntos paleoantropológicos más importantes para el conocimiento de la ocupación humana en Europa.

Sacudiéndose el último rastro de somnolencia después de la breve siesta en la acogedora casa rural de San Medel, Ana, la única mujer y la más veterana del grupo, observa a través del cristal, recorriendo con sus ojos oscuros los perfiles de la sierra —aquella montaña a la que ha dedicado los mejores años de su vida—, difuminados entre la densa estela de polvo blanquecino que el vehículo va dejando a su paso.

Al llegar al aparcamiento situado a la entrada del Complejo el vehículo se detiene y, abandonando con alivio su asfixiante interior, los cinco investigadores toman un camino lateral que los introduce por un exiguo barranco hasta la entrada de una de las grutas. Como cada verano la campaña de excavaciones avanza según lo establecido y esa tarde el equipo de geólogos, espeleólogos, topógrafos y palinólogos del Grupo Espeleológico Edelweiss deja atrás el tórrido calor que impera en la sierra y se adentra de nuevo en el laberíntico interior de la maltratada Cueva del Silo para retomar con renovadas fuerzas el trabajo de la mañana. Sumergido en la agradable y húmeda frescura que recorre las galerías de la ancestral caverna el grupo avanza en la oscuridad subterránea, penetra en las entrañas de la tierra arrancando brillos de la roca al paso de las linternas. Al poco tiempo Ana se separa del grupo y se desvía por una bifurcación, introduciéndose con paso decidido por aquel pasadizo que tan bien conoce. Desde hace varias jornadas la labor arqueológica que la ocupa se centra en una rutinaria y meticulosa toma de muestras, catas, anotaciones y fotografías de los distintos niveles de sedimentos que forman la columna estratigráfica de la antigua terraza fluvial. Ansiosa por comenzar, Ana trata de colar su delgado y menudo cuerpo entre los dos grandes bloques de piedra caliza que dan acceso a su lugar de trabajo. El suelo está frío, como siempre, y la humedad se desprende por las grietas de la pared. La luz proyectada por el frontal fijado a su casco se cuela entre los recovecos de la gruta. Gira y agacha la cabeza para no golpearse con una protuberancia rocosa que sobresale y... ¡un destello luminoso llama su atención! Siente cómo su corazón le da un vuelco. Algo brillante se revela al fondo de la oquedad que se abre a su lado. Nunca ha prestado especial atención a aquel hueco oscuro y en apariencia poco interesante. Un sentimiento de emoción se apodera de ella al recordar la moneda de oro musulmana aparecida el día anterior en el vecino yacimiento del Portalón de Cueva Mayor. Sin embargo, aquello parece diferente. Siente su pulso acelerado. Se inclina, repta entre los resquicios de las piedras, trata de enfocar con la linterna y, con gran sorpresa, confirma su presentimiento. En su rostro se dibuja un gesto de asombro. En su garganta un grito reprimido. Gotas de sudor comienzan a deslizarse por su frente y la perturba esa sensación de hormigueo, ese que inunda siempre ante un gran hallazgo arqueológico. Iluminado por la tenue luz que apenas llega a bañarlo, el objeto resplandece. Emocionada, Ana se empapa del indescriptible, del hermoso... del inconfundible, brillo del oro. No puede dar crédito a lo que ve. Aquello no puede ser. O al menos, no debería estar allí. Oculto entre dos enormes rocas, un pequeño aro dorado yace solitario sobre el frío suelo arcilloso.